La responsabilidad de los cristianos de trabajar por la paz y la justicia, su compromiso irrevocable de construir el bien común, es inseparable de su misión de proclamar el don de la vida eterna, a la que Dios ha llamado a todo hombre y a toda mujer.
Lo ojos de la fe nos permiten ver que las ciudades terrena y celestial se compenetran entre sí y están ordenadas intrínsecamente una a otra, ya que ambas pertenecen a Dios Padre, que "está sobre todos, por todos y en todos” (Ef 4, 6). Al mismo tiempo, la fe evidencia con mayor énfasis la legítima autonomía de las realidades terrenas, en la medida en que “están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias”
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