EN LA CONFESIÓN EXPERIMENTAMOS LA ALEGRÍA QUE DERIVA DE LA MISERICORDIA DE DIOS

Benedicto XVI
Aparentemente ese hombre (de la película Metempsicosis) no perdió nada, pero le faltaba el alma y así le faltaba todo. Es obvio -proseguí en esa meditación- que propiamente hablando el ser humano no puede desprenderse de su alma, dado que es ella la que lo convierte en persona. En cualquier caso, sigue siendo persona humana. Sin embargo, tiene la espantosa posibilidad de ser inhumano, de ser persona que vende y al mismo tiempo pierde su propia humanidad. La distancia entre una persona humana y un ser inhumano es inmensa, pero no se puede demostrar; es algo realmente esencial, pero aparentemente no tiene importancia. También el Espíritu Santo, que está en el origen de la creación y que gracias al misterio de la Pascua descendió abundantemente sobre María y los Apóstoles en el día de Pentecostés, no se manifiesta de forma evidente a los ojos externos. No se puede ver ni demostrar si penetra, o no penetra, en la persona; pero eso cambia y renueva toda la perspectiva de la existencia humana. El Espíritu Santo no cambia las situaciones exteriores de la vida, sino las interiores. En la tarde de Pascua, Jesús, al aparecerse a los discípulos, “sopló sobre ellos y dijo: 'Recibid el Espíritu Santo'” (Jn 20,22). De modo aún más evidente, el Espíritu descendió sobre los Apóstoles el día de Pentecostés como ráfaga de viento impetuoso y en forma de lengua de fuego. También el Espíritu vendrá a nuestro corazón, para perdonarnos los pecados y renovarnos interiormente, revistiéndonos de una fuerza que también a nosotros, como a los Apóstoles, nos dará la audacia necesaria para anunciar que “cristo murió y resucitó” Preparémonos con un sincero examen de conciencia para presentarnos a aquellos a quienes Cristo ha encomendado el ministerio de la reconciliación. Con corazón contrito confesemos nuestros pecados, proponiéndonos seriamente no volverlos a cometer y, sobre todo, seguir siempre el camino de la conversión. Así experimentaremos la auténtica alegría: la que deriva de la misericordia de Dios, se derrama en nuestro corazón y nos reconcilia con Él.

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